Es
posible que, en la blancura de la sala, apareciera de golpe una mosca
enceguecida, loca, desesperada, convertida en proyectil que se dispara contra
los vidrios.
Es
posible que repentinamente surgiera un
griterío absolutamente colorido.
Es
posible que una inteligencia artificial controlara los ascensores, las puertas,
las escaleras mecánicas, los violines de la música funcional y algo más.
Es
posible que apareciera Andy Warhol con una naranja esplendente entre los dedos,
haciendo un ritual absurdo.
Es
posible que flotaran en el aire, entre mariposas, las tetas de María Rosa.
Aunque, quizás no.
La absoluta alegría de
la mosca está ciertamente atravesada, negada,
impedida por la patética presencia de las sillas quebradizas,
prolijamente organizadas.
Al fin, dicen algunos -por fin-
llegan los lentes oscuros para soportar tanta posibilidad y entonces sí empezamos a reírnos mientras
estallan vidrios, se rompen sillas, suenan alarmas, hacemos volar pañuelos, nos
comemos la naranja a gajos y nos dejamos de embromar con esta absoluta
blancura.
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